Llego a casa tras un día de trabajo duro, muy duro, con mucha tensión y mal ambiente: ocho horas peleando por defender una enorme empresa que, en el fondo, te importa tres cojones. Ocho horas cuya satisfacción de esas fuerzas perdida y ese tiempo invertido no se basa más que el retorno de un apunte en mi cuenta a final de mes –lo sé injusto para quien no trabaja, pero así lo siento-. Saco una guitarra del estuche y toco poco, a veces una hora, otras ni eso, pero me cambia la perspectiva al instante, es como un ejercicio de meditación donde todo lo material y terrenal pasa a un segundo plano, y entras en complicidad con un instrumento y la música. Es sólo una hora, o menos, pero el día merece mucho más la pena sólo por eso.
Empecé a tocar cuando los años los contaba con una sola cifra, y rozo la mitad de los cuarenta. Hace muchos años tocaba horas, muchas, tocaba lo que se llevaba entonces: shreed a muerte. Era apenas un adolescente, sin la presión de la paternidad, sin la del trabajo… y con tiempo que dedicarle a la guitarra. Sin embargo, nunca me sentí lleno en ese estilo: la comparación con mis ídolos –entonces eran Becker y Sach-, no me hacía bien. A los diecisiete vino un buen amigo a casa, tocaba la guitarra, era bluesman. Hicimos unas ruedas y con eso sí conectaba, así que empecé a tocar blues, aunque con influencias de Gary Moore. Es curioso cómo cambió mi perspectiva de las cosas: con muy poco se podía hacer mucho. Mi amigo tocaba tres notas y sonaba y llegaba al alma mil veces mejor que yo, con toda la técnica que había atesorado durante unos años. Me empapé del género y, cada vez, supe expresar más. Era muy joven, poco más de veinte años cuando en un garito alguien me preguntó qué tocaba yo, y dije “blues”; la contestación fue: “blues es lo que dicen que tocan los que no saben tocar”. Aun siendo una persona con bastante personalidad, me quedé pensando en si no había tomado el camino fácil, y eso me perjudicó hasta el punto de desmotivarme por tocar con constancia durante años.
A los treinta años, casi por obligación, tuve que retomar el blues –para un trabajo y compromiso concreto-. Puse un viejo disco de Buddy Guy y, atendiendo a lo que escuchaba, y tomando mi guitarra, me dije: toco lo mismo, puedo reproducir cada lick… pero soy un cacho de hielo al lado de Buddy, y entonces entendí qué es el Blues, y entendí en toda su dimensión por qué aquel amigo, con tan poco, sonaba tanto. Entonces ya no me empeñé en abarcar más técnica con la guitarra, sino en sonar y expresar mejor con la guitarra y la técnica que tenía, y así hasta hoy día. Cuando conecto a un nivel casi espiritual con el instrumento –y no siempre pasa, y no hablo de algo religioso-, es cuando valoro los momentos que paso tocando. Evidentemente, cuanta más técnica tengas, más domines la teoría etc., más herramientas tendrás a tu alcance para expresar, pero lo que importa es expresar y conectar con el instrumento. Hay temporadas en que no lo consigo, y entonces sencillamente lo busco. Si lo tengo que dejar un tiempo, lo dejo, si me apetece tocar más, se lo quito a horas de sueño, pero no me obligo a nada, y así soy feliz ¿Tengo alguna meta con el instrumento? No, sólo viajar con él tras un duro día de trabajo.
Por cierto, dejemos a un lado las pseudociencias, por favor.
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