Quince minutos -Capitulo VI-

pacodetorres
#1 por pacodetorres el 24/06/2023
JCM800

Sé perfectamente donde está mi agenda, podría acercarme al cajón, abrirlo y encontrarla barajada entre las libretas viejas, pero ahora no me siento con ganas de hablar con nadie y menos con un tipo, que cayéndome digamos que bien, no es que se pueda decir que le tenga mucha confianza.
Además, debería dormir un rato, tengo que dormir en el trabajo esta noche y para hacerlo bien debo estar descansado. Hay que ser responsable, cumplidor. ¿Por qué no te duermes tú también un rato? ¿No?
Me voy a la cama, pero me quedo mirando el techo. Es raro, me suelo dormir con facilidad. ¿Qué has preguntado? ¿Qué qué se había hecho de mi amplificador? Pensé que ya te habías olvidado de la movida. ¿Cómo he acabado explicándote estas cosas? Normalmente no me las explico ni a mí mismo.
Mi amplificador, JCM800. Al noventa y nueve por ciento del mundo no le dice nada, solo un código más que puede referenciar cualquier cosa, una lavadora, unos auriculares, a lo que se te ocurra. Hay un uno por ciento que lo reconoce como el código de un amplificador mítico, sea lo que sea que signifique mítico. Si tocas la guitarra sabes que esto de mítico significa que es viejo, caro y a la vez solo es uno más de los ¿cuántos?, ¿cincuenta?, ¿cien? seteos que permite un amplificador digital normalito de hoy en día, uno de esos que cuesta lo mismo que una bicicleta medio barata en una gran superficie.
Bicicletas, siempre me sale el símil con las bicicletas, debe ser porque son trastos bonitos, que enamoran por la vista y cuyo potencial solo se extrae con sacrificio. Debería comprarme una, y unos pantalones ajustados y salir por ahí a que me pasara por encima un camión. Cuando entré en el local de ensayo, hace ya un chorro de años, y vi que mi JCM800 había desaparecido no me hubiese parecido una mala idea. ¿Exagero? No entiendes que significaba para mí, lo que podía significar para todos los chavales de la época, su primer amplificador, el único, el grande, el sagrado.
He bajado los brazos, estoy grogui, mirando el rincón donde debería estar mi ampli, invadido por la incredulidad, pensando que todo es solo un gran error, un descuido de alguien; aunque el cabezal debe pesar veinte kilos y la pantalla diez o doce más y no sea una cosa que se mueva por error. El box de ensayo que siempre lo he visto pequeño y lleno hasta los topes, ahora es enorme, los cables eléctricos abandonados en el suelo me parecen serpientes muertas.
–¿Dejáis el local?
Doy un brinco, no esperaba que nadie me hablara. Toni es un rubio alto con la cara rociada de granos y dientes prominentes. Su madre no se cansa de decirle lo guapo que es, por eso es el frontman en el grupo de al lado.
–Parece que el grupo se ha disuelto.
–¿Ahora? Comenzabais a no sonar como una mierda.
–Sí. Oye; ¿has visto cuándo vinieron a recoger?
–Ayer por la tarde ¿Javier? El bajista, apareció con otro chorbo y una Avía gris.
–¿La del Carbonero?
–Ni idea, he oído ese nombre por aquí, pero no sé ponerle careto.
El Carbonero es el furgonetero oficial de casi todo el mundo. Si yo quisiera vaciar el local, nada más rápido que acercarme al Bar Aldana y mirar si está pegado a un quinto allí sentado.
–¡Tío! Te has quedado colgado; ¿algo va mal?
Los ojos de Toni y su pose chulesca hablan más claro que él. Me convence de que sabe perfectamente que aquí hay algo que no está claro. ¿La Avía del Carbonero? ¿Un chorbo y nadie más del grupo? ¿Cargando todo? ¡Dónde se ha visto algo así?
–Ha arramblado con todo el muy cabrón.
–¿Quién?
–El jodido Javier. Tengo que irme.
Ignoro los comentarios del Toni y atravieso el bajo y estrecho pasillo bajo la luz de los fluorescentes con un sentido de misión en la cabeza.
Acierto, el Carbonero está en la barra sujetando una caña vacía en la mano, en la misma postura en que le he estado viendo toda mi vida, desde que iba al colegio y pasaba frente a la puerta del bar.
–Carbonero, tío: ¿Javier? ¿Dónde llevaste mis cosas? El ampli. ¡Joder Carbonero?
Me mira con sus ojos acuosos y su cara de no entender nada. Es más despierto de lo que aparenta, intenta pagarle de menos y lo verás. Me he expresado como una mierda.
–¿Qué coño dices chaval?
–Ayer por la tarde, le hiciste un transporte a... mi colega Javier.
–¿Javier? Que Javier.
–¿Me pone una caña? –Le pido al camarero.
–¿Qué edad tienes grandote?
–No para mí, para mi amigo.
El camarero pone cara de tú mismo, vale, y se la pone delante. Carbonero suelta el vaso vacío y sin mirar pilla la caña y se mete la mitad de un trago.
–Javier, sí claro. Ahora me acuerdo, por la tarde. ¿Por qué?
–Mi ampli, cargasteis mi ampli, os lo llevasteis.
–¡Eh Chaval! Yo no me he llevado nada de nadie. Estamos.
Me estoy encendiendo por segundos. Esto me parece que a Carbonero le gusta, veo en su mirada permanentemente beoda, que no le importaría meterse en una bulla ahora mismo, va tan cocido que seguro que por mucho que le metas ni se entera. Por un momento pienso en volver mañana por la mañana, justo antes del primer sol y sombra, pegarle con un martillo en un brazo y ver si sereno es tan arrogante. Solo lo pienso un segundo.
– Me pone otra caña, para mi amigo.
Suelto un par de monedas gordas sobre la barra y el camata sirve la birra, Carbonero es todo felicidad y decide que en vez de joderme a mí igual es más divertido joder a Javier.
–Ahora me acuerdo donde llevé el material de ese...¿Javier? El del flequillo ¿ese dices?
–Sí, ese, el del flequillo. ¿Dónde?
–A la calle Ancha.
–¿Dónde de la calle Ancha?
–Donde va a ser, al guitarrero de la calle Ancha. Se pulió todo lo que cargué, tuve que esperar para cobrar. ¿Dices que había algo tuyo? Nunca lo habría pensado.
Ya lo creo que lo pensaste, pero te importó una mierda, ¿no? Estoy convencido. El camarero, que ha seguido la conversación, también.
–Chaval, aquí nada.
Me doy la vuelta y salgo a la calle, me quedo en el umbral del bar sin decidirme a irme, porque no sé dónde ir. Javier me ha robado, me ha robado todo lo que me importaba, material e inmaterial, se lo ha llevado con la ayuda de Carbonero y yo me siento impotente. Podría entrar en el bar y abrirle la cabeza con una silla, la ley de la calle me lo permite; en la práctica la ley de la calle no existe.
Yo tenía en aquel tiempo un gran bolo en la cabeza con referencia con lo que se puede y no se puede hacer. No es algo que comentaras con nadie, pero un joven en mi edad recibía mensajes contradictorios continuamente. Como un joven de ahora posiblemente. Yo entonces solo quería hacer lo correcto, pero no tenía muy claro lo que eso significaba. Lo correcto era recuperar mi amplificador. Me había costado mucho esfuerzo, era un objeto que me definía: Gordo tenía un amplificador, por eso había que aguantarlo en el grupo y cruzar los dedos para que su progresión no se detuviera.
Entro en casa, recibo la fría recepción de siempre, la escusa ahora es que he dejado los estudios, esos que tantos sacrificios deberían costar a mis padres. Ha sido decretada mi expulsión del hogar familiar, será efectiva el día en que cumpla dieciocho años –veinticinco días y bajando– En casa se está viviendo una tragedia a cámara lenta, con muchos suspiros y declaraciones de irrevocabilidad. Yo la siento como un episodio más de ella. Creo que al que menos le afecta es a mí. Las amenazas de expulsión del paraíso son parte de la música de fondo de mi vida desde siempre. Entro en la diminuta habitación que comparto con mi hermano pequeño y comienzo a escarbar dentro del caos de los cajones, buscando una factura que no aparece hasta mucho rato después.
Entro en la comisaria de la barriada, del distrito, como lo llamen, con la sensación de estar cometiendo un crimen atroz. La Policía y nosotros –un nosotros que engloba a los chavales del barrio, los músicos, los artistas, los obreros, los vendedores de tabaco de contrabando y tantos otros– deben ser como el agua y el aceite. Los policías son un puñado de holgazanes y, en el peor de los casos, gente que gusta de hacer el mal y han buscado protección detrás de un uniforme. Paso las dos siguientes horas sentado en un banco de la comisaría sintiéndome culpable de algo innombrable, difuso, esperando mi turno para hacer una denuncia en un mostrador muy alto, uno que te deja muy por debajo del agente, que cuando me atiende finalmente es todo chulería y prepotencia. Parece importarle poco mi explicación sobre lo valioso e importante que es para mí el amplificador. Su precio y las horas que me ha representado en cargar uvas solo parecen confirmar su primera impresión de que soy idiota. Como no tiene más remedio toma nota de los hechos que le relato, de mi suposición de la localización actual del bien sustraído y solo parece reaccionar levemente cuando toma nota del nombre y apellidos de Javier y se despereza totalmente cuando le doy su dirección.
–Esta dirección, este bloque de viviendas, ¿estás seguro de que es aquí su residencia?
–Sí, he estado varias veces.
–Hacer una acusación falsa es un delito muy grave.
–¿Acusación falsa? ¿Qué está usted diciendo?
–No te pongas gallito. Siéntate y espera.
Vuelvo a dejar pasar el tiempo en el banco. Sé que donde Javier y su madre viuda viven son unos pisos de protección oficial o algo por el estilo. Se les mal llama los pisos de los militares, aunque nunca he visto militares por allí. Están justo en el límite del barrio donde ya toca al parque y es una construcción de ladrillo visto con unas pocas ventanas estrechas en el exterior y bonitos balcones que dan al interior ajardinado, tiene una sola entrada cerrada por una gran verja muy historiada que corre el portero al anochecer.
La gente entra y sale de comisaría, durante un rato comparto el banco con un tipo esposado que huele muy mal y se queja de todo, hasta que se lo llevan tras una de las puertas de color gris. Hay en el aire un olor particular, desagradable, olor a gente, a mucha gente, que no se ve ni se escucha y eso asusta un poco. Parezco haberme vuelto invisible, el agente desde su púlpito no me vuelve a dirigir la mirada, solo un rato después me doy cuenta de que lo hace de reojo mientras comenta mi presencia a un tipo alto de traje. Sospecho que le encantaría que me levantara y me marchara, aunque no entiendo por qué.
Al cabo de casi dos horas, en que ante mis preguntas solo he recibido por respuesta que espere, Javier aparece por la puerta acompañado de su madre. Su madre, solo la he visto de lejos, durante mucho tiempo solo ha sido una voz que contestaba al fondo de un pasillo muy largo, las pocas veces que por una cosa u otra he ido a casa de Javier. La impresión que he tenido de ella ha sido que siempre va muy arreglada, en un estilo muy antiguo, y que su peinado tan alto debe necesitar un andamio y kilos de laca, para ser edificado, ahora vista desde más de cerca me parece un pajarillo enjoyado. Ninguna de las dos impresiones las he comentado con nadie nunca, ya sabes el rollo ese del respeto a las madres y tal. Javier, no parece Javier, es él como siempre, pero no avanza a pecho descubierto por el escenario y la vida, ahora maniobra e interpone a su madre como frágil escudo entre él y puede que los uniformados.
La Doña no parece muy segura de lo que tiene que hacer, pero el uniformado del púlpito se yergue e inclina, la llama por su nombre y en voz baja añade algo más que no entiendo. Ella parece asentir y esperar mientras pasea la mirada alrededor hasta detenerla en mí, creo que me reconoce, primero parece asustarse de mi presencia, luego buscar y recoger en su interior reservas de entereza, cuadra sus escuálidos hombros y camina los dos metros que nos separan en cuatro pasitos mientras yo me levanto ante ella, como me obliga una educación impresa en mis genes desde generaciones; cuando todavía no estoy del todo en pie –le debo sobrepasar en más de medio metro– veo distante, ajeno a mí mismo, como me abofetea con una mano blanca, todo venas y huesos delicados, llamarme mentiroso y seguidamente echarse a llorar con un desconsuelo que me quiebra el corazón.
No puedo hacer daño a esta mujer, no puedo hacer daño a nadie, por eso siempre seré esclavo. Javier no ha abierto la boca, su postura cambia, avanza se interpone entre nosotros con un gesto de desafío, jugando a ser el protector de su madre, abre la boca pero no llega a decir nada, el policía alto de traje aparece a su espalda y le da un carquiñol, en la coronilla con los nudillos, como un profesor a un alumno díscolo, y mientras se duele lo atrapa por el hombro con una mano enorme y lo sienta de un empujón en el banco, más o menos justo donde yo estaba sentado antes.
–Javivi, siempre has sido idiota.
–¡Yo no he hecho nada! Me debía dinero. No me pagó las clases... de guitarra. Está celoso ¡Soy mejor que él!
–¡Calla! Ya me sé esa canción, Javivi, te la he oído cantar desde que te echaron del coro de Santa Madrona. Ahora calladito. López, ¿puede darle un vaso de agua a la señora?, gracias –luego, dirigiéndose a mí– Tú, acompáñame, ahora.
El despacho recuerda al del director del colegio, parecidos muebles repintados cien veces, hasta la malla metálica en las ventanas es parecida. El policía se sienta detrás del escritorio, no me invita a sentarme en una de las dos sillas que hay al frente, eso no me ofende, me hace sentir aliviado, no quiero aceptar nada de este hombre. Repasa el folio mecanografiado que tiene delante y luego echa un vistazo a mi recibo de compra que lo acompaña, antes de volverlo a dejar todo sobre la mesa y quedarse mirándome larga y profundamente como si pudiese ver muy dentro de mí.
–Estás metido en la droga.
Ha sido una afirmación, no una pregunta, no importa, no le contesto, no creo que alterase para nada la opinión que se haya hecho ya. Se cree un gran conocedor de la gente, puede que hasta lo sea.
–¿Sabes la diferencia entre un hurto y un robo? Los dos ante Dios son el mismo pecado, delante de la ley no. Es una cuestión de cantidad, de precio. ¿Te han hecho leer Los Miserables en el colegio? Es la historia de un hombre que va a presidio por largos, largos años por robar un pan. ¿Te parece esto justo? Años de cárcel por llenarse la panza un rato. Por eso en este país, que es un país digno, no como la mierda del país de los franceses de Victo Hugo, hay diferencia entre lo que es un hurto y un robo. Has de entender que, aunque hiciésemos entrar aquí, ahora, al subnormal de Javivi y le hiciéramos confesar que tú no le debes nada y que realmente robó la mierda esta, que no lo conseguiríamos, continuaría siendo un hurto. ¿Entiendes?
Entiendo que está mintiendo, que tiene algún tipo de responsabilidad hacia Javier, más hacia su madre, y que esa responsabilidad para él es más importante que yo y mi amplificador.
–La mierda esta de la música no te va a llevar a ningún sitio, búscate un trabajo; y córtate el pelo, por Dios. Y ahora largo de aquí.
Y con gesto resuelto desgarra en trozos el folio mecanografiado junto a mi recibo para tirarlo con un gesto desganado a la papelera. Y se queda esperando, a que yo diga algo, a que dé un paso en falso, a que me vaya. Que es lo que finalmente hago. Salgo del despacho, cruzo la recepción invisible como un fantasma para todo el mundo y desaparezco entre la multitud que siempre llena la calle en su camino de ida y vuelta de la rambla.
Camino, camino durante mucho rato, paseando un odio helado que cargo en el pecho, odio a Javier porque me ha robado, no solo el amplificador, también la sensación de que era músico, que me dirigía hacia alguna parte.

El episodio tiene un epilogo que me avergüenza recordar. Ahora en estas noches en que no puedo dormir y no sé a quién culpar si al dolor de mi brazo o a mi mente inquieta que no reposa sin el cojín de hierba; me encuentro pensando mucho en él. Si con todos los demás recuerdos que me vienen a la cabeza, más o menos, consigo encontrar el tono justo en que relatármelo sin traicionar lo que sentía en aquel suceder y sin llegar a revolcarme en mis miserias o en la–culpa–es–de–los–otros, con este siempre me es imposible. Por eso antes de liarme con más circunloquios y recordando el folio mecanografiado sobre la mesa del comisario –si es que este era su cargo–, me lo explico a mí mismo con una prosa que recuerda a la de los autos judiciales y lo presento a instancias más altas por si alguien tiene a bien juzgarme, porque a mí me resulta imposible. Seria:
Que Gordo, gran impostor entre los guitarristas, a menos nueve o diez días de su dieciocho cumpleaños, fecha de su inmediata expulsión del hogar paterno, reo del crimen de traición de expectativas, las cuales nunca tuvo muy claro cuáles eran, regresaba a dicho lugar sin ninguna intención definida, ya que su cabeza estaba para pocas virguerías en aquel momento, cuando vio una figura pajaril y anciana que salía del portal de la vivienda familiar y marchaba calle abajo sin volver la vista atrás.
Que en un principio creyó reconocer en ella a la madre del antiguo compañero y vocalista de su difunto grupo musical Javier.
Que esto le pareció imposible al gran Gordo, ya que no le cabía en la perola ninguna circunstancia por la que la Doña pudiera salir de su portal, más ahora que la peluquería pirata del entresuelo se había legalizado en el local situado en el bajo de la esquina.
Que subió con paso ágil los dos pisos hasta la vivienda de la que iba a ser expulsado en breve y entrando por la puerta sorprendió a la propia madre del susodicho sentada en la mesa del comedor con una cierta cantidad de billetes que se apresuró a sacar de la vista inmediatamente.
Que dado los antecedentes de la buena señora en cuanto a los menguados haberes del Gordo sospecho inmediatamente que había algo turbio en su gesto.
Que tras muchos tiras y aflojas los hechos reconocidos fueron:
Que la pajaril visitante del inmueble realmente era la turbada madre del vocalista apandador.
Que esta llevada por nobles sentimientos de reparación de los actos de su vástago había acudido con el fin de resarcir al buen Gordo mediante la entrega de cierta cantidad en metálico.
Que esta cantidad obraba en poder de la madre del Gordinflas, la cual se consideraba mucho más adecuada depositaria de la cifra, dadas:
a) la demostrada estupidez del hijo de sus entrañas para comprender el valor y uso del dinero.
b) la total deslealtad que este demostraba hacia los suyos y el enorme desprecio a los sacrificios que tuvieron, tenían y tendrían que llevar a cabo para alimentarlo, vestirlo y lavarlo dada su manifiesta torpeza e incapacidad hacia cualquier tarea útil.
Que esto sonó en sus oídos como una melodía ya conocida y repetida muchas veces y de un manotazo arrebató la magra cantidad del regazo de la mujer que le dio a luz e ignorando sus recriminaciones recogió sus pocas pertenencias saliendo por la puerta para nunca más volver.
Fin del Atestado.
Y ese día volví a caminar. Caminé y odié a Javier por haber metido a las madres en la movida y habernos reducido a la categoría de niños. Al rato me di cuenta de que esta vez no tenía un odio helado en el pecho, sino una cosa ardiente que me hacía sentir sabor de sangre en la boca. Luego empecé a escribí una canción sobre esto –los distintos sabores del odio y por extensión de otras emociones–, hasta que descubrí una de Hendrix que iba por ahí y se quedó en seis líneas, en una libreta, hasta hoy. Son malas noticias,nena. Tendrás que vivir con ellas, cuando yo no este
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